El arte de matar dragones by Ignacio del Valle

El arte de matar dragones by Ignacio del Valle

autor:Ignacio del Valle [Valle, Ignacio del]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ficción, Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2003-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo 12 La mala ortografía de los dragones

La ciudad era iluminada a ratos por los rayos, como si estuviera siendo fotografiada por demonios. La tormenta se había desencadenado sin previo aviso desde unas nubes ovilladas que se habían ido acumulando a última hora de la tarde. Un viento oscuro soplaba el agua, que caía con pretensión de diluvio, mientras Arturo corría buscando refugio en la pensión. Desde que abandonara El Prado, se había pasado dos días de taberna en taberna con el aspecto de quien ha abolido su orgullo, entregándose sin remordimientos a su fracaso. Sentía frustración, desasosiego, inapetencia. Cuando llegó al portal, antes de subir se entretuvo esperando el siguiente relámpago y contando luego los segundos que tardaba en seguirle el trueno.

El sonido crujiente del entarimado delató sus pasos mientras se dirigía a su habitación. Confuso a cada recodo, el exceso de alcohol le dificultaba la vertical. No tenía ganas de hablar con nadie, así que evitó la sala de estar y cerró la puerta de su cuarto con cuidado. Tanteó la llave en forma de lazo y encendió la luz; el cuarto cobró vida. El dormitorio parecía una leonera: libros deslomados, papelotes, cachivaches, prendas sin planchar… Era un caos, como si todo lo que le rodeaba hubiera salido de su cabeza. Arturo se quitó la ropa mojada, escondió la pistola en el fondo de la mesilla y se echó sobre la cama en camiseta y calzones. Le empezaron a castañetear los dientes y se metió dentro, arrebujándose entre la ropa. Las sábanas, como de cartulina, crujieron almidonadas con un ligerísimo perfume a lejía; era lo único que permitía a doña Rosa tocar en su habitación. Anna, deletreó espontáneamente. Y se sintió embargado por una profunda decepción. En la orfandad de su cuarto, al cesar la influencia anestesiante de la costumbre y las obligaciones, no tenía coartadas para engañarse a sí mismo sobre la soledad en que vivía. Uno es lo que le rodea. Su mirada deambuló por los objetos empeñado en la tarea imposible de acelerar el tiempo, de remediar el vacío de cada una de las horas que le faltaban aún para ver a Anna. Deseaba tanto verla, que casi prefería no verla. Porque imaginaba lo que estaría haciendo en ese momento, su otra vida, instalada entre ellos con la precisión cortante de un instrumento quirúrgico. Los hombres arrastrándose por su piel como limacos, dejando un rastro de baba sobre su cuerpo, las manos masajeando pesada y brutalmente sus pechos, su rostro inclinado sobre panzas peludas, salpicado finalmente de semen. En realidad, no sentía exactamente celos, sino un sentimiento más complejo, mezcla de indefensión y engaño, y tan destructor como el tiempo o la muerte; algo que igual podía expresarse mediante besos o golpes. Se levantó sobre sus codos. Notaba ese sopor espeso de la borrachera. Una bola de tos le rodó por la garganta. Miró los libros que le rodeaban. Ahora no sabía si le acompañan o le cercaban. Gracias a ellos se había edificado una



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